Yo besé a mi profesora de danza jazz
Bueno, en realidad fue ella la que me besó a mí.
Pero no adelantemos acontecimientos.
Esta historia pasó hace casi veinte años, una mañana de octubre. Yo había decidido ir a desayunar solo. Es uno de esos placeres a los que no se debe renunciar de vez en cuando. Conviene ir armado con el diario del día, y no tener absolutamente ningún plan para después. Solo así se puede disfrutar de forma adecuada del momento.
Ese día entré en un Café di Roma que está (creo que todavía existe) abajo de todo de Gran de Gràcia, casi tocando a Jardinets. Me afinqué en la típica mesita de hierro y mármol blanco, pedí un café americano y un cruasán de chocolate. Cuando todo esto llegó, abrí el diario y me dejé llevar por el placer de la lectura, el sabor de la bebida caliente y la textura del bollo con cuernos.
Al poco –no había pasado de la tercera página–, veo de reojo como entra un pivón en el local. No os creáis, ni siquiera levanté la vista del diario. Solo recogí la información que me trajeron las ondas acústicas del sónar detecta minas que tengo en la cabeza.
La chica empieza a avanzar en mi dirección.
“Se sentará en la mesa que hay detrás de mí”, pienso.
Pero no. Se detiene justo delante de mi mesa.
Ahí yo ya empiezo a ponerme nervioso. Más aún cuando veo que alarga la mano, me toma de la barbilla, me sube la cabeza y me da un beso en los labios. Es un breve sentido beso de amor. Entonces abre los ojos y se separa unos centímetros. La miro. De entrada no la reconozco, así que mi cerebro empieza a calcular a más velocidad que un buscador de vuelos baratos. ¿Quién diablos es? Porque el caso es que su cara me suena.
La chica da un paso atrás, aterrorizada. “Perdón, me he equivocado”, dice. Yo todavía soy incapaz de pronunciar palabra. “Es que te pareces a mi novio”, añade. Es entonces que hago como plano general con la mirada y veo un tío en la barra que me mira con cara de odio. Ella, ve el pánico en mis ojos, se gira, va hacia él y empieza a darle explicaciones. Es obvio que se ha equivocado, así que el novio comprende la situación enseguida Yo me levanto para disculparme (aunque no he hecho nada, creo, pero por si acaso). Todo ha sido un malentendido y no hay rencor por parte de nadie. Ellos se quedan en la barra y yo vuelvo a lo mío.
Sin embargo, mi cabeza sigue dando vueltas. ¿De qué me suena su cara? Hasta que caigo en la cuenta. Es mi profesora de danza jazz. De eso me suena. Solo la he tenido una clase, por eso no caí en la cuenta antes. Lo jodido es que pasado mañana la vuelvo a tener. Ella no se acuerda de mí, seguro, solo me ha visto una vez, y debe tener cientos de alumnos. Empiezo a sudar. Si pasado mañana me ve entrar en clase, se va a pensar que la estoy persiguiendo o algo. Tengo que decírselo ahora. Pero ¿cómo?
Doy un sorbo al café americano. Está helado, mal presagio. Me levanto y, con temblores en las piernas, me acerco a la feliz pareja. “Perdón”, digo. El novio me mira con cara de “¿Otra vez? Ya vale, ¿no?”. Ella se gira hacia mí. Empiezo a hablar, rollo tartamudo: “Es que, bueno, no te lo vas a creer, es mucha casualidad, pero es la verdad”. “¿Qué?”, pregunta, desesperada. “Es que eres mi profesora de danza jazz”, respondo. Ella se puso muy roja. El novio ya no sabía si mandarme a la mierda o invitarme a otro café.
“Solo era para que lo supieras”, dije. “Para que mañana no tengas un susto”.
Y me largué.
Cabe decir que durante tres meses no pudimos cruzar mirada en las clases de danza jazz. Aunque casi mejor, porque soy bastante patata con el tema. Pero recuerdo que esa mañana salí del Café di Roma pensando que si a alguien que desayuna tranquilamente un café americano y un cruasán le puede pasar algo así, todo –absolutamente todo– es posible.
Artur R.
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