Una historia extraordinaria
Ayer me pasó una cosa extraordinaria, en la cola de la copistería. Estaba allí, porque había hecho un diseño nuevo para mis tarjetas de Shiatsu, y me disponía a hacer copias. Mientras dejaba que mi mirada vagabundease entre las pilas de libretas y los botes repletos de rotuladores y bolígrafos, la puerta de la copistería se abrió. Entonces entró un japonés. Era un hombre bastante mayor, diría que de unos setenta y cinco años. Se situó detrás de mí en silencio, y yo me sumí de nuevo en mis pensamientos. Hasta que, de pronto, noté como me tocaba el hombro con un dedo. Me giré. El japonés estaba mirando la hoja que yo llevaba en la mano. Y me dijo:
-¿Es usted masajista de Shiatsu?
-Bueno, eso intento.
-¿Lo intenta?
-Hace poco que he terminado mis estudios.
-Entonces no debe ser muy bueno -me dijo.
Obviamente, el comentario no me gustó. Así que le di la espalda de nuevo. No habían pasado ni dos segundos, que el japonés volvía a estar dándome golpecitos en la espalda. Así, que me volví hacia él con un gesto brusco.
-¿Qué pasa ahora? -le dije.
-Yo también doy masajes de Shiatsu.
-¿Ah sí?
-Sí. Me enseñó mi padre, en Sapporo.
La verdad es que me quedé callado, pensando en si iba a resultar que el tipo era alguna especie de maestro, o algo así. Entonces, me dijo:
-Me gustaría recibir un masaje de usted. ¿Cuánto cobra?
-Cien euros. -Está claro que no cobro eso, pero me salió de alma no se porque. Quizás lo único que quería era que me dejara en paz. Pero no me dejó en paz. Se metió la mano en el bolsillo, sacó una cartera de color marrón, y me dio dos billetes de cincuenta.
-¿Esta tarde a las cinco en punto?
-De acuerdo -dije temblando, mientras le daba una de las tarjetas con mi dirección.
Después de esto el japonés miró su reloj y se fue sin decir nada más.
Yo hice las copias y salí del establecimiento muy feliz. Fuera hacía un sol espléndido, así que decidí volver a casa andando.
Por el camino me encontré a Laura, mi casera. Estuvimos hablando un rato y me recordó que, todavía, le debía cien euros del alquiler del mes pasado. “Mierda”, pensé yo, tiene razón. Lo había olvidado por completo. Así que me saqué de la cartera los dos billetes de cincuenta del japonés y se los di. Ella estaba tan contenta que me obligó a entrar en un bar: quería invitarme a un vermut. Entramos en el bar, pero no nos habíamos ni sentado, que el camarero le dijo:
-Laura, hasta que no me pagues los cien que me debes, no te voy a servir nada.
-No te preocupes, tío, aquí los tienes -respondió Laurita sacando los dos billetes de cincuenta.
El camarero estaba tan contento que decidió invitarnos a los vermuts. En fin, fue bestial.
Cuando ya nos los habíamos tomado, y parecía que la cosa no podía ir a más, vi que el camarero se acercaba, sigilosamente, hacia mí. «¿Qué querrá», pensé.
-Oye, tú quizás ya no te acuerdas, pero cuando éramos chavales jugábamos en el mismo equipo de fútbol -me dijo.
Lo miré fijamente.
-¡Sí que me acuerdo! ¡Eres Juanpirrin!
-Exacto.
-Joder, han pasado más de veinte años.
-Sí.
-Pero me acuerdo como si fuera ayer.
-Pues entonces también te acordarás que, la última temporada, pagaste mi cuota con tus ahorros; para que pudiese seguir jugando en el equipo.
-Ostras, ha pasado un montón de tiempo -dije, tratando de quitar hierro al asunto.
-Nunca lo olvidé -respondió él-. Muchas gracias.
Y con un gesto ampuloso dejó los cien euros de Laura encima de la mesa, y se fue detrás de la barra.
En fin.
Esa tarde, preparé el futón con todo el esmero con que me enseñaron mis maestros. Puse incienso, e incluso uno de mis mantras preferidos.
A las cinco en punto se presentó el japonés. Iba vestido con un traje negro. Le invité a entrar, pero no pasó de la puerta. Me dijo que le había surgido un imprevisto y que no podía quedarse. Que quizás más adelante.
Yo le dije que no pasaba nada, le devolví los cien euros, y cerré.
Bueno, al fin y al cabo, no había estado tan mal. No había ganado nada, aunque en realidad había recuperado los cien euros de Juanpirrin, y había podido saldar mi deuda con Laura. Y, pensándolo mejor, lo mismo les había pasado a ellos. Todos habíamos ganado.
Me senté, abrí una lata de cerveza y puse en marcha el televisor. «El dinero es una energía que debe fluir»; pensé, mientras, en la tele, el ministro de economía explicaba el porqué de la nueva política de recortes.
Artur R.
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