Noche en la tierra

Siempre soñé con montar una agencia de viajes. Se llamaría Noche en la tierra, como la película de Jarmusch y solo ofertaría ciudades en las que habitasen comisarios e investigadores privados. Nuestros tours de lo maravilloso serían siempre de noche, de ahí el nombre; porque es durante la noche, al amparo de la luna y de su luz enfermiza, que lo misterioso y lo raro brillan con todo su esplendor. E irían dirigidos a ti. Sí, a ti que cuando acaricias el lomo de una buena novela de misterio se te erizan los pelos de la nuca, que amas por encima de todo que te pongan a prueba, que te emocionen, que te hagan soñar; aunque esos sueños puedan estar poblados por pesadillas. Nuestros destinos turísticos serían una mezcla de ciudades inventadas y de ciudades reales. En verdad todas inventadas, o reinventadas por la imaginación de los autores. Visitarlas sería revivir tantas historias y tantos momentos como fuera necesario. Dejarse llevar por la imaginación, viajar al paraíso perdido. Los mejores momentos vividos se atesoran en nuestro interior como cuentas ensartadas en un hilo de oro que nos lleva de vuelta a casa, a nuestra casa querida y escogida. Entre esas cuentas se cuelan, a veces, trozos, retazos de ficción, que se vienen a unir a los recuerdos reales y que, con el paso del tiempo, se agarran de las manos y es imposible disociarlos. A veces pasa al revés, leemos una novela que habíamos degustado hace mucho tiempo y echamos en falta en ella escenas que nunca existieron, que habíamos creado nosotros y que habíamos insertado en su ADN. Mi agencia de viajes sería una agencia de viajes al interior del alma. Noche en la tierra. Una tierra inventada y mítica. Un catálogo de verdades y mentiras que empezaría, sin duda, por Vigata, la ciudad de Salvo Montalbano, el legendario comisario siciliano. Comeríamos salmonetes en Calogero, pasearíamos por la playa hasta el espigón y nos sentaríamos en la roca plana a contemplar el mar. De la mano de Mimì, Fazio y Gallo, nos veríamos envueltos en cualquier caso en el que la mafia habría dejado alguna semilla envenenada. También fumaríamos cigarros en el porche con un vaso de whisky en la mano, y llamaríamos a Livia para discutir y hacer las paces después. Y tomaríamos un café detrás de otro. Café negro, solo, crepuscular. 

Luego le tocaría el turno a Londres. De la mano de Dylan Dog, el investigador de la pesadilla, recorreríamos sus calles. Un Londres brumoso, dibujado en blanco y negro, de postal, con claroscuros que esconderían vampiros y hombres lobo, y hasta la muerte misma. Groucho sería nuestro acompañante, el bufón de la corte, siempre con una broma a punto en los labios, para hacernos reír o para desquiciarnos definitivamente. Montados en nuestro Escarabajo recorreríamos las calles e iríamos al encuentro del inspector Bloch, que nos llamaría old boy, y luego nos tomaríamos un vaso de leche en cualquier pub maloliente.  

París sería otro destino obligatorio dentro de nuestro catálogo. Un paseo por el Quai des Orfèvres o tomar un digestivo cerca del apartamento del bulevar Richar Lenoir, o ¿por qué no fumarse una pipa delante del Sena mientras la silueta del inspector Maigret, recortada en su ventana, interroga a un sospechoso? Quizás en esta ocasión podríamos ser nosotros los perversos que arrojáramos un cadáver a las aguas tumultuosas y que tratáramos de engañarlo dejándole pistas falsas. Ser interrogado por el comisario en persona exigiría un plus en el pago de los honorarios de la agencia, pero, ¿quién no desearía ponerse en las manos de tan brillante mente? ¿Conocer sus métodos? ¿Establecer un duelo a muerte a base de la dialéctica más fina? 

Para los más atrevidos, no podrían faltar Los Angeles de Marlowe, más oscuros y densos que el betún. Nos acercaríamos, entonces, a cierta librería para hacernos con la primera edición de El sueño eterno. Luego nos largaríamos a cualquier bar para ponernos ciegos de whisky y cigarrillos, y hasta emprenderíamos una excursión a Sausalito con resultados inciertos. Está claro que no podríamos defraudar a cierto papá que vive en un invernadero y que haría que nuestra camisa y nuestra corbata acabaran empapadas en sudor. Conocer a sus hijas, valdría la pena. Estar a punto de perderlo todo siempre es la mejor opción cuando no se sabe a dónde ir ni qué hacer con el puñado de tiempo que Dios nos echó a la cara al nacer. 

Para los amantes de los viajes al infierno, tendríamos Sin City, la ciudad del pecado, la ciudad de la violencia, la ciudad donde regalaríamos un paraguas a prueba de balas y donde desearíamos buena suerte a nuestros clientes. Frecuentaríamos las prostitutas del barrio viejo, admiraríamos a Nancy mientras nos tomamos una botella de ron en Kadie’s. Le pediríamos a Marv que nos prestara a Gladys, su inseparable Springfield Armory M1911A1, con la que coseríamos a tiros a algún malo. 

Sin olvidar Estocolomo. Y Lisbeth Salander. Lisbeth que nos salvará del aburrimiento de los hombres. Que nos llevará a la mejor tatuadora de la ciudad y nos mostrará el dibujo de un dragón, que nos petará el móvil y luego nos chantajeará para que la ayudemos en un caso extraño y complicado. Si se decantan por este destino, cojan sus abrigos más calientes, no se olviden de los guantes y no descarten llegar a los límites de su sexualidad y de su ética. 

Hay muchas otras más ciudades negras, ciudades de investigadores: Venecia, Ystad, Atenas… Pero no podría terminar sin mencionar un destino muy, muy especial: la Barcelona del detective M. Cacho. Un lugar aparentemente apacible en el que el hedor de las cloacas ha empezado a trepar por los edificios, por las calles fantásticas. De la mano de Cacho y Mañana, su fiel compañera de aventuras, cenaríamos en el Bitácora, desayunaríamos en el bar de Federico, bajaríamos a las cloacas y escaparíamos de las ratas mientras Los caballeros del alba gris y su diabólica líder tratan de acabar con nosotros a balazos. Viajaríamos al inframundo. Entraríamos en el Atelier de lo desconocido, donde puedes encontrarlo todo y donde absolutamente todo es posible. Todo. Daríamos besos, bailaríamos a la luz del neón de un bar de mala muerte, y nunca, nunca, miraríamos atrás. 

 

Artur Rodríguez

Comments are closed, but trackbacks and pingbacks are open.