La semana que viene cumplo 40

«¿Te acuerdas del día en que nos conocimos? Querido amigo, estoy derrotado. Sam y yo hemos trabajado duro, nos hemos esforzado día a día, tú nos has visto entrenar con cualquier clase de tiempo, como locos, ¿y para qué?»
 
Debe ser cierto que me estoy haciendo mayor porque, a veces, me cogen ataques de melancolía extrema y se me humedecen los ojos. Pienso, por ejemplo, en ese viaje a Polonia con el Institut del Teatre que cambió mi vida, o en las primeras novias, en Una casa de locos, o el piso de Saleta donde compartí mi vida con 5 chicas, o en los fines de semana en el camping, en el vals de Amelie, y tan borracho en Londres que veía doble, o en miles de millones de besos, Formentera, bailar pegados, Ullibarri, Tona, los veranos en Lloret, la inglesa llorando de felicidad en Cadaqués, o en Italia (y vaya ostión); pienso en Dylan Dog y en el póster que me regaló Andrea, el tifoso del Milán que llevaba un bate de béisbol en el maletero y se iba a hacer sonar el claxon delante de un bar lleno de seguidores del Inter; pienso en la familia…
    Recuerdos que se deshacen como el hielo en la copa… Como la imagen de Ricard Pous contándonos la historia de Perceval, o Renee Baker, o Pascual Gálvez y su Amor de don perlimplín con Belisa en su jardín, o Peader Kirk. Y mucha gente, muchos amigos, imposible enumerarlos todos, imposible. 
    Siempre he dicho que no cambiaría nada de mi vida, que me han pasado un montón de cosas positivas y que, a la larga, todo ha sido para bien. Pero debo confesar, que desde que los 40 están a la vuelta de la esquina, se ha colado un nuevo enfoque sobre el tema: es como si hubiese hecho evaluación más en serio y me estuviese preguntando: «qué habría pasado si, en lugar de haber tomado esa decisión, hubiese tomado otra». Supongo que uno no hace eso con 20 porque cree que todavía hay tiempo para vivirlo todo y que, por tanto, los errores son siempre relativos, siempre hay tiempo para solucionarlos, o hacer eso que se quería hacer.
    Pero ahora que empiezo a acercarme a la mitad de la piscina, comienzo a sentir un poco más de presión. Y me pregunto: «¿Qué quiero exactamente de la vida?»
    Si miro para atrás, en el campo profesional no he conseguido mucho. Na. Mi carrera de actor es prácticamente inexistente. Sí, he hecho muchas cosas, pero siempre en ese terreno pantanoso del amateurismo profesional, por decirlo de algún modo. Mi más grande orgullo: las obras que conseguimos levantar de adolescentes con Estrip-Trist Teatre, sin haber estudiado nada ni conocer a nadie; lo que la gente hace normalmente unos años más tarde, formar compañía y todo eso. Y algún que otro contrato profesional que me ha hecho sentir actor por unos días. 
    En fin, nada más lejos de mi intención que abrumaros con mis miserias, pero es lo que os digo, me ha entrado la vena melancólica… Así que, siendo sincero, no he conseguido mucho. Me enamoré del teatro viendo Roberto Zuco en el Palau de l’Agricultura y mi sueño siempre fue actuar en el Teatre Lliure. Eso no se va a cumplir ya. Na. Ni le voy a dar nunca la réplica a mi actor preferido, Lluís Homar. Na. Más vale irlo aceptando, cuanto antes mejor. No pasa nada. Hubiese sido la hostia, pero no pasa nada. Por suerte, la edad te ayuda a ver la cosas claras. Por descontado no voy a dejar al teatro, seguiré haciendo mis movidas, mis monólogos, mis cosas, a taquilla, como toda mi vida lo he hecho, agobiándote para que vengas a verme y me digas que te ha gustado. 
    ¿Y para qué?
    Mi amigo Xavi me dijo: «No lo mires como que estás en la prórroga, todavía queda mucho tiempo, míralo como que empieza la segunda parte del partido». Pues bien, la segunda parte del partido la voy a dedicar a escribir. Tengo terminada una novela de título revelador, Nunca mires atrás, y me he propuesto publicarla, cueste lo que cueste. Esto no es negociable. Así que por ahí van a ir los tiros. 
    Y ya basta.
    Empezaba esto con una cita de la película Carros de fuego. En ella, Abrahams, que acaba de perder una carrera y se está preparando para la última, le habla a su amigo Aubrey, y le cuenta lo cansado que está de tanta lucha. 
    Antes de salir de nuevo a la pista, encuentra la nota que le ha dejado su leal entrenador:
 
«Querido Abrahams, te ruego que me disculpes por no poder venir a verte a correr como, hubiera sido mi deseo. Sin embargo, espero y confío que ganes los 100 metros. Sal decidido a darlo todo y no olvides agacharte a la primera señal. Mantente concentrado y después deja que la pistola te libere. Yo usaría las viejas y elásticas zapatillas de seis clavos. Te deseo mucha suerte.»
 
Gracias.
 
Artur R.

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