El doctor Zhivago y la poesía

Calló ayer la irrepetible voz

y nos dejó quien con el bosque hablaba.

Se convirtió en vida, que nos da la espiga

o en la fina lluvia que él cantó.

Anna Ajmatova, a la muerte de Boris Pasternak.

Pocas veces he escrito sobre libros. Ni sobre los que me han gustado ni sobre los que he detestado.  El doctor Zhivago, es la excepción, en varios sentidos. Para empezar es el típico libro que hubiese abandonado por agotamiento, pero que no abandoné; aunque ha sido una de las lecturas más duras que recuerdo, casi un combate de boxeo en el que a veces la desesperación me hacía dudar del por qué seguir leyendo. Ahora, en el recuerdo, esa sensación se está convirtiendo en una experiencia de plenitud, como si su aspereza y su lirismo hubieran anidado en alguna parte de mí, y fueran disgregando, poco a poco, mis reticencias. Trataré de explicarme.

Encuentro el libro, o él me encuentra mí, en una de esas paradas del Libro Solidario que hay repartidas por Barcelona. Se trata de una iniciativa que está resultando la perdición de los adictos a la lectura de esta ciudad, ya que ofrece libros magníficos a uno o dos euros en mercados y en diversas paradas clave de la red de metro. Así que cada vez que vas al mercado o coges el metro (en mi caso un mínimo de dos veces por día) te cruzas con la preciada mercancía.

Encontré El doctor Zhivago en un puesto que está en el Mercat de Felip II y que no tiene ni dependiente. Simplemente, coges el libro y dejas el dinero en una hucha. A pesar de lo que pudiera parecer, la cosa funciona. El libro en cuestión es una edición antigua, de los años sesenta, muy bien conservado y está expuesto directamente de cara al público. Cuando lo veo, lo primero que pienso es en la extraordinaria película de David Lean, en las veces que la he visto y en lo que la he disfrutado. Así que, sin pensarlo dos veces, lo adquiero y me lo llevo para casa. Solo empezarlo, ya me doy cuenta de que la cosa no va a ser fácil. Se supone que el libro, principalmente, son las peripecias entre Zhivago y Lara. O, al menos, eso es lo que yo creía. En realidad es mucho más que eso y Pasternak (tal como se lo contó a su amiga O.M. Freidenberg) pretendía plasmar, entre otras cosas, su visión de la vida, el arte, la religión y el hombre ante la historia. Así pues, la novela comienza cuando los protagonistas son solo unos niños y avanza hasta la muerte del propio Zhivago; nos muestra, por tanto, un retrato completo de su vida, más o menos desde la Revolución de 1905 hasta 1943.

Leo las  primeras cien páginas, con paciencia y ansiedad, pero no se produce ninguna chispa mágica, al contrario. La trama no arranca en ningún sentido, a no ser la idea general de que Zhivago y Lara acabarán por encontrar su momento bajo el telón de fondo de la guerra. Tampoco hay ningún juego formal que indique una propuesta vanguardista que justifique, al menos, el tedio de la lectura. El libro está conformado, básicamente, por descripciones neutras, secas, sin emoción; que se extienden páginas y páginas sobre los personajes principales, pero, mayoritariamente, sobre personajes secundarios y episodios anecdóticos sobre los que el autor no vuelve nunca más.

Es en este momento en el que busco información sobre la novela, ya que quiero saber dónde me he metido y si vale la pena seguir leyendo. Según descubro, el libro de Borís Pasternak (Moscú, 1890-Peredélkino, 1960), en parte autobiográfico, es su única novela y le costó diez años escribirla. Pasternak se dedicaba esencialmente a la poesía y es, de hecho, unánimemente reconocido por los rusos como uno de sus más grandes poetas (contaba entre sus admiradores incluso a Stalin). El proyecto novelístico fue, como el mismo lo definió, su «felicidad y locura final». La historia de su publicación valdría otra novela en sí misma, ya que tuvo que enviar el manuscrito a Italia de forma clandestina mientras era rechazado en su propio país. De hecho, se publicó antes la traducción italiana, en 1957, que el original. Lo hizo el comunista Feltrinelli en la editorial que lleva su mismo nombre. Al año siguiente, la novela apareció ya en ruso (aunque no en su país de origen), francés e inglés; siendo a continuación traducida a un total de veintiuna lenguas diferentes. La obra fue un gran éxito comercial y la crítica occidental no dudó en ensalzarla y compararla con Guerra y paz de Tolstói. Ese éxito fue en gran medida la razón por la que su autor obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1958, el cual fue forzado a rechazar por las autoridades soviéticas. De hecho, la novela no pudo ser publicada en el país del escritor hasta 1988, gracias a la perestroika. 

A pesar de lo dicho hasta ahora, la calidad literaria de la obra fue discutida desde sus inicios, contando con grandes detractores como Nabókov1: «Para mí el libro es una triste cosa, desmañado, trivial y melodramático, con situaciones estereotipadas, abogados voluptuosos, muchachas inverosímiles y coincidencias trilladas. […] Aplaudí que se le otorgara el Premio Nobel por su poesía. Pero en El doctor Zhivago la prosa no alcanza el nivel de la poesía. Tal vez acá y allá, en un paisaje o en un símil, se pueden distinguir ecos apagados de su voz de poeta, sin embargo esas fioriture ocasionales son insuficientes para redimir su novela de la vulgaridad provinciana típica de la literatura soviética de los últimos cincuenta años. Precisamente esa vinculación con la tradición soviética fue lo que hizo que el libro tuviera aceptación entre nuestros lectores progresistas. Me compadecí profundamente de Pasternak y su compromiso con el estado policial; pero ni las vulgaridades del estilo de Zhivago ni una filosofía que buscaba refugio en una rama endeble y grata del cristianismo pudieron transformar jamás esa compasión en el entusiasmo de un colega escritor.»

También cuenta la novela entre sus detractores a Stravinsky, el cual se quedó dormido leyéndola y la calificó de «puro predvizhnichestvo (realismo del siglo XIX)», luego añadió que «le parecía raro leer esa novela en el mismo siglo de James Joyce»; al cual, por cierto, Pasternak admiraba. Puedo estar de acuerdo con Stravinsky en el hecho de que, si algo queda claro después de leer el libro, es que, si fue considerada subversiva, no fue por su forma, sino por su contenido lírico.

Respecto a las cien primeras páginas, no soy el único que las encontró fastidiosas. Ronald Hingley, uno de los biógrafos de Pasternak y privilegiado lector del mecanoscrito original, las consideró igualmente insoportables2. Aun así, como digo, el libro fue mayoritariamente considerado una obra maestra, especialmente en Italia, (pero en el resto de occidente también) donde contó con defensores como Nicola Chiaromonte o Italo Calvino, que se alegró de la reaparición de «La gran novela rusa del siglo XIX, como el espectro del rey Hamlet. ¡Por fin un libro con el que se discute!».

Sigo leyendo con todo esto en la cabeza y, poco a poco, la novela me va seduciendo más y más. Creo que lo que me engancha es algo distinto a lo que encontré en todas las novelas que había leído antes. Algo que relaciono ya claramente con la poesía. Y en eso coincido totalmente con Nabókov: el libro alcanza su significado en la poesía y no en la prosa. Y cada vez que me topo con alguna joya, eso justifica las cincuenta tediosas páginas anteriores. Por ejemplo: 

«Sus temores se habían disipado. No pensaba ya en estar enfermo. La transparencia vespertina de aquella luz primaveral que penetraba por todas partes le parecía una garantía de lejanas y generosas esperanzas. Lo inducía a pensar que todo iba por el mejor camino, que lo alcanzaría todo en la vida, que lo descubriría y conciliaría todo, que lograría pensarlo y expresarlo todo. Y esperaba su inminente demostración en la alegría del encuentro con Lara».

No puedo dejar de mencionar la noción de que una de las principales expectativas que tiene el lector de El doctor Zhivago es llegar al codiciado momento en el que Zhivago y Lara concretarán  su amor por primera vez. Pero, para sorpresa mía, cuando, después de mil aventuras, finalmente los dos protagonistas pasan la primera noche juntos, Pasternak hace una elipsis; de modo que, nos lo perdemos y todo lo que podemos leer al respecto es lo siguiente: «Habían transcurrido más de dos meses desde el día en que, en uno de sus viajes a la ciudad, no regresó a casa por la noche y se quedó en casa de Larisa Fiodorovna». ¿Cómo? Me acordé de cuando de adolescente leí La montaña mágica y justo en el momento en el que Hans Castrop  decide declarar su amor a Clawdia Chauchat, después de unos cuantos cientos de páginas, ¡la conversación es en francés! Y en la edición que yo tenía no la habían traducido. Fui corriendo hasta la biblioteca para encontrar otra donde el traductor la hubiera incluido. Por suerte la encontré. En el caso que nos ocupa, nos quedamos con las ganas de saber qué pasó durante los primeros encuentros entre Zhivago y Lara.

La lectura empieza a llegar a su fin y, después de tantos días compartidas con los personajes (a pesar de tantas digresiones y de tanta información sobre la Guerra Civil Rusa), al final empiezo a sentirlos como parte de mi mismo, y es entonces cuando los momentos líricos me producen una impresión más grande, como cuando Zhivago describe a Lara: «Con esa línea inimitablemente sencilla y neta, con la que en un único rasgo, de arriba abajo, la había trazado el Creador, y ese mismo diseño divino contenía su alma del mismo modo con que se envuelve apretadamente una toalla a un niño que acaba de salir del baño». O el canto final de Lara frente al ataúd de Zhivago: «¡Qué amor había sido el suyo, libre, extraordinario, que a ninguno podía compararse! Habían pensado y comprendídose como otros cantan. Se habían amado no porque fuera inevitable, no porque habían sido «arrastrados por la pasión», como suele decirse. Se amaron porque así lo quiso todo lo que les rodeaba: la tierra a sus pies, el cielo sobre sus cabezas, las nubes y los árboles. Su amor placía a todo lo que les rodeaba, acaso más que a ellos mismos: a los desconocidos por la calle, a los espacios que se abrían ante ellos durante sus paseos, a las habitaciones en que se encontraban y vivían».

Finalmente, la obra es también, como no podía ser de otro modo, por el período histórico que refleja y por su personaje principal, un canto al idealismo y a la libertad. Aceptamos la esclavitud porque es cómoda. Zhivago nos dice que «El hombre que no es libre idealiza siempre su esclavitud». Una lección para nuestros días, en los que tomamos como cotidiana nuestra falta de libertad y nos enamoramos de nuestras propias cadenas.

Pasternak murió  el 30 de mayo de 1960 en Peredélkino una aldea soviética reservada a los escritores a las afueras de Moscú. Tras su muerte se produjo la detención de Olga (la mujer que le inspiró su Lara) y su hija Irina de veintidós años que fueron enviadas al Gulag como venganza del estado por el éxito internacional de Zhivago. Irina, contaba como: «Mi madre, que en esa época tenía alrededor de cincuenta años, una edad difícil para la mujer, lo pasó especialmente mal. Pensó que no soportaría los trabajos forzados en aquel campo que se hallaba más allá del círculo polar, e intentó suicidarse.”3 La salvaron, pero regresó enferma y rota, ni un pálido reflejo del personaje vital que había plasmado Pasternak.

La vida. Quizás, finalmente, de eso va el libro, de lo que significa la alegría de estar vivo en medio de una naturaleza esencialmente bella; quizás por eso Zhivago, en ruso, significa «vida».

 

1.Vladimir Nabokov,Opiniones contundentes, Anagrama.

2. El Doctor Zhivago de Borís Pasternak, Christopher Domínguez Michael. Letras libres.

3. Olga, la musa rota de Pasternak, Monika Zgustova, La Vanguardia 08 de diciembre de 2010.

 

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