El condón de mi hermano
Volvía de fiesta. Eran las seis de la madrugada. Estaba roto, así que me lancé al sofá que había en el comedor de mis padres. Y, entonces, pasó algo inesperado: sonó el teléfono. Descolgué. Al otro lado de la línea escuché la voz temblorosa de Mariño, un amigo de mi hermano. «No te asustes», me dijo. Seguramente es la peor frase con la que se puede empezar una conversación. «Te llamo desde el hospital de Igualada —prosiguió— hemos tenido un accidente». Fui incapaz de articular nada. «Tu hermano está bien, pero tenéis que venir».
A eso, mi madre apareció por la puerta del comedor, como un fantasma, sus peores pesadillas haciéndose realidad. «¿Qué pasa?», preguntó.
«El Dani, que ha tenido un accidente de coche».
Cogimos el coche mi padre, mi madre y yo, y nos fuimos a Igualada. Cuando llegamos, nos informaron de que «está bien» significaba los dos brazos rotos y traumatismo craneal.
Cuando entramos en la habitación estaba consciente, en una cama metálica, al lado de una ventana. Me impactó mucho. Decidieron que se lo llevarían a Bellvitge para tratar-lo allí. Mientras mis padres se ocupaban de las gestiones prácticas, me quedé a solas con él. Entonces me hizo un gesto para que me acercara. «¿Qué pasa?», le pregunté. Me señaló una bolsa de basura que colgaba de la cama. «Allí está mi ropa. Me han desnudado. En el bolsillo pequeño del tejano hay un condón. Sácalo. No quiero que la mama lo vea». «Pero Dani…», traté de argumentar. «Sácalo». No había manera de convencerlo. Así que lo hice, rebusqué dentro de la bolsa hasta que lo encontré y me lo guardé en la cartera.
Todavía hoy me pregunto como podía importarle eso en su situación.
Cuando llegamos a Bellvitge, yo estaba destrozado y muy cansado, así que, después de que concluyeran que el traumatismo craneal no era peligroso, me fui un momento a la cafetería a tomar algo. Por el camino (la cafetería estaba fuera del edificio) un hombre me pidió fuego. Era de mediana edad, viejo, pensé. Cuando fui a sacar el mechero para encenderle el cigarro, el condón —no sé cómo— salió disparado y cayó a sus pies. Yo, rojo como un tomate, fui a recogerlo, deseando que el tipo no lo hubiera visto. Pero sí, lo había hecho, es más, estaba emocionado. Con voz trémula, me dijo: «Sí, sí, viva la vida, viva la vida. Eso es lo que tenéis que hacer lo jóvenes, follar, follar, follar. Follar mucho». Quiso abrazarme en un intento, creo, de tocar a alguien que todavía practica un vicio prohibido. Como el ex-fumador nostálgico, que se arrima al humo de los demás. Me escabullí como pude mientras el desconocido empezaba a llorar. A saber cuál era su drama.
Por cierto, mi hermano se recuperó del accidente y pude devolverle el condón.
Era de la maca Prime.
En esa época, para nosotros, llevarse una tía al catre, era hacer un Prime Time.
Artur R.
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