Día en el mar

A veces pasa que acabas haciendo una cosa que no habrías hecho nunca. Que no habrías hecho nunca a menos que alguien te haya instado a hacer. Es lo que tiene que tu pareja sea muy diferente a ti. Es cierto que no puedo comentar con ella la escatología en El paraíso perdido de Milton, o las virtudes y defectos del Hamlet de Branagh respecto al de Olivier, ni dejar caer de por medio que el de Gibson quizás los supere. Sin querer resultar pedante, claro está. Simplemente, tenemos gustos distintos. Y está claro que el soso soy yo; es decir, más de quedarme en casa leyendo, escribiendo, viendo la tele en el sofá. A ella le va la marcha, ir a conciertos, pilotar avionetas, quads, hacer snow, meterse entre tiburones. Y así es como, de pronto, un día me regala un curso de buceo. Vaya, pensé, ¿será eso para mí? ¿Lo voy a disfrutar?

Para los que no lo sepáis, en cuestiones de meterse debajo del agua para pasar un buen rato entre peces y otros animales; normalmente se empieza por lo que se llama un bautizo. Experiencia que consiste en un primer contacto con el mundo del buceo y que suele determinar si la persona quiere ir más allá. Pero ese no era el regalo que yo había recibido. Ana, mi pareja, me regaló directamente el curso conocido como Open waters, curso que te habilita directamente como buceador. Pensé, está bien muchacho, te vas a meter unos cuantos metros por debajo del agua y, además, un buen rato. Y sin el mando de la tele. ¿Qué puede salir mal? ¡Todo!

La escuela en la que me había inscrito se llama Nautilus y tiene su sede (que además es tienda) en Sant Andreu, a dos minutos de la guardería de mi hija pequeña. Siempre me han gustado estos bichos, los nautilos, digo, más antiguos que los dinosaurios. Son tan viejos que durante muchos años se pensó que estaban extinguidos y solo se los conocía en su forma fósil. Luego los encontraron vivos. Durante un tiempo trabajé en el acuario de Barcelona y, siempre que tenía un rato, me acercaba a la pecera donde estaban, y los contemplaba. Son muy raros, fascinantes y, a la vez, repulsivos, extraños e hipnóticos; una gran metáfora de lo que es el buceo en sí.

En fin, después de darme de alta en el curso en línea (ahora todo es en línea), empecé a estudiar la teoría en el trabajo, a ratos muertos, y a hacerme pequeños resúmenes sobre las normas y conceptos básicos del buceo, así como de las múltiples enfermedades y accidentes que me podían pasar si hacía alguna cosa mal. Cada capítulo iba acompañado de un examen y yo, concienzudo que soy, quería pasarlos todos con buena nota. Si iba a palmarla debajo del agua, al menos que no fuera por no estudiar.

Así que una vez empollada la teoría, empezaron las clases (dos sesiones teóricas de repaso), luego el examen y finalmente las prácticas, primero en la piscina y luego en Lloret. Tuve la suerte de cruzarme con dos instructores geniales, Alba y Jordi, que nos dieron confianza en todo momento. También unos compañeros de clase maravillosos. La primera experiencia en la piscina fue muy rara; como es sabido, preparar todo el equipo es un trabajo laborioso y concienzudo (debe serlo, de nuestro buen hacer dependerá que todo vaya bien ahí abajo); además la mitad de las cosas pesan un montón, y la otra mitad tienden a ser más ceñidas que un traje de luces. Una vez embutido en la vestimenta, con la máscara puesta y la botella de aire en la espalda me sentí como el ser más absurdo encima de la capa de la tierra. Esa sensación desapareció en el momento en que nos metimos en el agua y, por supuesto, debajo del agua. Aun así, los primeros diez minutos fueron raros también porque negarlo y esa sensación de respirar normal, pero debajo del agua era muy particular; luego me fui relajando y recuerdo que pensé «Uau, aquí abajo se está muy bien». Después procedimos a hacer todos los ejercicios y prácticas necesarios para pasar a la siguiente fase. Al parecer, los hicimos con tanta soltura que no fue necesaria la segunda sesión de piscina. Al final iba a resultar que la cosa se me iba a dar bien y todo. Así pues, el próximo capítulo tendría lugar en el mar, ¡y en fin de semana!

Me levanté aquel sábado por la mañana tan feliz como un niño que se va de colonias. Iban a ser dos jornadas completas (sábado y domingo) aprendiendo a bucear. Además, me iba a quedar a dormir en Lloret. Quizás eso no te parezca nada del otro mundo, pero tengo dos hijas (pequeñas) y muchas obligaciones, así que las oportunidades de escaparme, de desconectar y pasarlo bien son muy escasas; o sea, que estuve sonriendo durante todo el viaje en coche y bendiciendo a Ana por su generosidad.

Al llegar al centro de buceo ya nos esperaban los instructores. Mis compañeros de clase llegaron puntuales y todos muy excitados y de buen humor. Qué nervios. Después del ritual de preparación, nos subimos en una furgoneta y nos fuimos para la playa. Allí nos pusimos el resto del equipo y al agua que nos fuimos. No comentaré la escenita que di poniéndome las aletas; pero, la verdad, con todo el equipo puesto no es tan fácil.

Primero repasamos todos los ejercicios que habíamos hecho en la piscina. Después salimos a cambiar la botella de aire y dimos nuestra primera vuelta, podríamos decir, de placer.

Es difícil describir la sensación de bucear, es como estar en otro mundo, ingrávido, inmenso, con otro ritmo. También tiene algo de volver al útero materno, creo, sin querer pasarme de cursi. Te quedarías ahí abajo horas, es precioso.

Cuando acabamos esta primera jornada me fui al hotel. Había escogido el más barato que encontré y resultó ser uno de esos, poblado de turistas nórdicos adolescentes y borrachos. Mi descanso nocturno peligraba, pero decidí no preocuparme demasiado. Comí algo y bajé a tomar un café a la piscina. Me acerqué a la barra y quedé rodeado de adolescentes quemados por el sol. «¿Cómo va todo?», me preguntó el camarero, viendo que no cuadraba ni en pintura. «Bien, he venido para un curso de buceo. Oye, ¿harán mucho ruido por la noche?». El hombre me sirvió el humeante café americano que le había pedido y dijo: «Ah, no te preocupes, hay personal de seguridad. Tal cual llegan a las tantas de la madrugada los cogen y los llevan a su cuarto. Como si fuera una guardería. A veces se monta una fiesta en una habitación y todos corren para allá, pero los mismos seguratas la atajan enseguida. Son los hijos de la Europa rica y desarrollada; sin embargo, aquí se convierten en retrasados mentales».

Sus palabras me tranquilizaron e inquietaron a partes iguales. En fin, agarré mi café y me fui a leer en un rincón tranquilo del floreado jardín, contiguo a la piscina, mi libro del verano: París no se acaba nunca de Enrique Vilamatas. Este narra las aventuras y desventuras del propio autor cuando vivió en París, en una buhardilla que le alquiló Marguerite Duras, mientras trataba de escribir su primera novela. Es un libro fascinante, uno de los mejores del autor, quizás el más desnudo de artificio, el más directo. Leo acerca de su encuentro con Borges en una conferencia sobre el recuerdo. Nuestra relación con el pasado, según este, es totalmente falsa, no podemos recordar nuestra infancia de forma directa; ya que, primero tenemos un recuerdo de esta, pero a medida que el tiempo pasa, lo que recordamos es ese recuerdo (no la cosa primera), y luego el recuerdo de ese recuerdo. De modo que cada vez nos alejamos más de la experiencia original. Mientras estoy sumido en tan aterradores pensamientos, me llama Xavi. Muchos veranos los hemos pasado en Lloret, en casa de Jordi, un amigo común, y esta vez tampoco ha querido dejarme solo.

Así que vamos a darnos un baño y a cenar a un sitio mítico para nosotros; se trata de un restaurante en el que solo sirven pollo a l’ast, croquetas de pollo y ensalada (con demasiado vinagre); una especie de masía cafre y entrañable. No bebemos ninguna cerveza ni, después, no tomamos ningún cóctel, ¿cómo puedes pensar eso?

Xavi se va al anochecer y yo me meto en la cama muy pronto. Mañana será mi primera salida doble en barca y voy a necesitar de todas mis fuerzas.

Los guiris me dejan dormir solo lo justo, pero me levanto muy feliz, pongo mis cuatro cosas en la maleta, recojo el picnic que me han preparado en el hotel a modo de desayuno y me encamino al centro de buceo.

La preparación es muy similar a la del día anterior, ponemos todo el material a punto y nos subimos a la furgoneta, solo que esta vez nos dirigimos a la barca y no a la playa. Imagínate la zódiac como una feliz lata de sardinas, o sea, dos tiras de hombres y mujeres sonrientes, emocionados y apretujados.

Cuando llegamos al punto en el que debemos iniciar la inmersión, empezamos a cargarnos las chaquetas con las botellas de aire. Como la barca se mueve mucho, comienzo a marearme ligeramente, así que soy uno de los primeros en tirarme al agua. Una vez allí, todo bien. La idea es descender siguiendo el cable del ancla, poco a poco, en fila. Yo pensaba que lo máximo a lo que íbamos a descender eran diez metros, pero resulta que el curso nos habilitaba hasta veinte. Glups.

Así, mientras bajo, los oídos me punzan; aun así, sé lo que tengo que hacer para «compensar».  Y, poco a poco, todo se normaliza y empiezo a descender más rápido. Y a cada metro la sensación de placer y extrañamiento es más grande. Laia, mi pareja de buceo, me busca con la mirada. Yo también a ella. Ahí abajo no hay que ir nunca solo. Este aspecto también tiene algo de bonito: el hecho de confiar en alguien de forma total y de que alguien confíe en ti totalmente también. Seguimos descendiendo y al poco se abre un mundo secreto y maravilloso delante de nuestros ojos. Jordi y Alba revolotean a nuestro alrededor, nos cuidan y nos van enseñando donde están los secretos de cada sitio. Voy viendo, mientras al mismo tiempo controlo el ordenador, a mi compañera y tengo cuidado de no perderme. ¡La verdad es que se hace muy corto!

Para la segunda excursión nos llevan a la Muladera y esta vez, ya mucho más relajado disfruto de la experiencia sin peros. Además, como mi consumo de aire es muy bajo (quizás porque soy tranquilo, quizás porque los actores estamos acostumbrados a controlar la respiración, quizás porque me gusta meditar), cuando los primeros compañeros empiezan a subir, Alba me mira el manómetro y me indica que vamos a dar una vuelta. No puedo dejar de sentirme orgulloso del privilegio. Desaparecemos por detrás de una roca y nos quedamos solos. La sensación entonces es todavía más íntima. El hecho de que antes hubiera tantos buceadores por todas partes le robaba un poco la magia. Debemos estar apenas cinco o diez minutos, pero son suficientes para prometerme que voy a repetir.

Luego subimos a la barca y miro el ordenador: 22,5 metros de profundidad. Madre mía. Ya somos Open water. Y Alba lo celebra tirándonos al agua.

Así que ahora estoy pendiente de poder robar a mi rutina una mañana para ir a bucear. Esta vez tendrá que ser con Ana, claro, para darle las gracias de nuevo por el regalo y disfrutar con ella de este mundo mágico, extraterrestre, flipante e hipnótico que es el fondo del mar.

Artur Rodríguez

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