Yo fui Clint Eastwood

No os dejéis engañar por la foto: era verano, pero el mes de agosto en Atienza puede ser muy duro.
   Todo empezó cuando, por la tarde, F vio a unos chicos en un bar tomando chupitos de whisky con orujo. Pensamos que debía ser la cosa más asquerosa del mundo, pero el mal ya estaba hecho. Alguien tenía que probar ese brebaje, aunque no había prisa; eran las fiestas del pueblo y teníamos toda la noche por delante. Y si es agosto y son las fiestas del pueblo, solo tienes una opción: ir.
   O sea que fuimos.
   Imaginaos la típica plaza porticada, con un escenario situado en un extremo (donde una banda fue capaz de tocar durante más de seis horas seguidas) y varias barras situadas a los lados para proveer todo el alcohol que fuera necesario. Aunque nosotros fuimos más listos y aparcamos el coche en una de las callejuelas que daban a la plaza. ¿Por qué? Teníamos el maletero lleno de condumio y bebida.
   Ah, y una cosa más: también había una caseta de tiro al blanco.
   F, yo y el resto del grupo llegamos a la plaza pasadas las once, así que la música ya sonaba. Bailamos un rato, pero la cosa no se puso interesante hasta que F vio la caseta de tiro y lanzó su desafío: tienes un disparo, si le das me bebo el sacrosanto chupito de whisky con orujo; si fallas te lo bebes tú.
   Acepté el desafío.
   Una gitana de manos pringosas me dio la escopeta y me preguntó qué quería, un perdigón o el pack de seis.    Uno sería suficiente para triunfar o hacer el ridículo, pensé. Me lo dejó encima del mostrador. Me tomé mi tiempo. A mi alrededor jovenzuelos disparaban y fallaban una y otra vez sin parar. “Las escopetas deben estar mal calibradas”, pensé. O quizás eran muy malos.
   Apunté, tomé aire y, mientras lo dejaba ir, disparé. De forma casi sincrónica el palillo que me miraba implorando piedad se desintegró. La gitana me observó sorprendida, avanzó unos metros y me entregó mi premio: un llavero deleznable.
   Fuimos a la barra y F se tomó el chupito. Por la cara que puso debía estar realmente espantoso. Cuando ya volvíamos para el centro de la plaza (dónde estaban el resto de nuestros amigos) F me tiró de la manga. «Eso ha sido potra», dijo. «Seguro que no eres capaz de volver a hacerlo».
   Volvimos a la caseta de tiro. La gitana me ofreció, de nuevo, el pack de 6 perdigones, pero decliné con un gesto lacónico y dije: “Uno”.
   Me lo tiró encima del mostrador. Lo puse dentro de la escopeta y disparé. Otro palillo pulverizado. Esta vez el premio era un llavero con forma de jarra de cerveza, muy mono. Se lo quedó A.
   Ya íbamos a la barra para que F se tomara su segundo chupito de whisky con orujo, cuando mi novia me frenó. “Yo también quiero uno de esos llaveros”. La aparté a un lado. “¿Qué diablos dices? Acabo de quedar como un Dios, si ahora fallo se irá todo a la mierda”.
   “No fallarás”, me respondió.
   Me mordí el labio mientras, alrededor nuestro, la gente de la plaza empezaba a mirarnos. “¿Qué le pasa a este tío?”, murmuraban. No tenía opción, tenía que intentarlo.
   Al verme de nuevo, la gitana escupió al suelo. Yo hice lo mismo. Me volvió a ofrecer el pack de seis disparos, pero volví a declinar. Dejó el perdigón encima del mostrador con un golpe seco mientras murmuraba una especie de maldición. Eché un vistazo: el único llavero con forma de jarrita de cerveza que quedaba estaba en un ángulo complicado, pero no tenía opción, o todo o nada. Para más inri, los curiosos que se agolpaban a mi alrededor empezaban a ser multitud. Cargué el arma y apunté mientras los oía murmurar: “¿Será capaz de hacerlo?”. Cogí aire de nuevo. Todo se paró durante unos instantes. Incluso creo que los músicos dejaron de tocar, alucinados de que la gente en lugar de mirar al escenario estuviera mirando a la caseta de tiro. Toda la plaza estaba pendiente. Si fallaba, el ridículo sería espantoso.
   Pensé en Clint Eastwood. Él no fallaría. “Me cago en la leche”, dije para mis adentros. Y apreté el gatillo.
   El palillo que sostenía el llavero se pulverizó de nuevo por tercera vez consecutiva.
   La gente empezó a aplaudir. De pronto, toda la plaza me vitoreaba y, por arte de magia, la banda empezó a tocar el tema principal de El bueno, el feo y el malo de Enio Morricone.
   Por unos segundos fui el puto amo.
   La gitana me entregó el llavero mientras me dedicaba un gesto de respeto con la cabeza. “Ganarse la consideración de una gitana es algo», pensé. Se lo di a mi novia y me cobré un beso. F se tomó los chupitos. Quería que yo también los probara, pero no lo hice. Queda pendiente para el año que viene, a menos que se los quiera volver a jugar de nuevo.
   Pum, pum pum.

Artur R.

2 comentarios

  1. Contado a lo peli del oeste xo en realidad pasó.
    Tan bueno con la pluma como con la pistola ;P

  2. Queremos foto del llavero! Si ya no existe el llavero, foto del chupito

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