El efecto Stradivarius

Ilya Kaler, violinista

¿Qué hace que alguien sea bueno? ¿O qué algo sea lo mejor? Cuando es posible determinarlo de forma objetiva no hay problema; un coche corre más que otro, por ejemplo. 

Pero ¿qué pasa en el momento de establecer el valor de un sonido, un olor, un gusto o una imagen? ¿Se puede determinar, realmente, un veredicto?

Recientemente, se llevó a cabo un estudio conducido por Claudia Friz (investigadora del sonido en la Universidad de la Sorbona) que aporta luz al respecto. Se trataba de ver si diez de los mejores solistas eran capaces de distinguir, a ciegas, entre violines Stradivarius (de unos 300 años de antigüedad) y violines modernos.

Los instrumentos Stradivarius son considerados, unánimemente, los mejores del mundo y llegan a alcanzar precios astronómicos; valga como ejemplo la viola Mcdonald (de 1719) que se subastará el próximo mes de junio en Sotheby con un precio de salida de 45 millones de dolares.

¿Pero son los que suenan mejor?

En el experimento al que hacía mención, se escogieron seis instrumentos italianos antiguos, cinco de ellos Stradivarius, y seis instrumentos de manufactura moderna. Los violinistas probaron a ciegas los instrumentos en una habitación pequeña y luego en una sala de conciertos famosa por su acústica (Coeur de Ville). Finalmente, los solistas usaron los instrumentos acompañados de orquesta ante una audiencia de cincuenta personas conformada por lutieres, músicos, melómanos y críticos musicales.

¿Fueron los músicos capaces de identificar los mejores violines?

Quizás la pregunta no esté bien formulada.

¿Fueron los Stradivarius identificados como los mejores violines?

La respuesta es no.

Dos violines modernos fueron los que obtuvieron la mejor puntuación; un viejo Stradivarius quedó en tercer lugar. En conjunto, los violines nuevos recibieron treinta y cinco puntos a su favor, los viejos, cuatro.

Creo que este experimento pone de manifiesto que, en arte, los mecanismos que nos hacen considerar algo como bueno, muy bueno o excelente son bastante frágiles. Hace tiempo, el violinista Albert Barbeta me dijo una cosa que no he olvidado: si cogemos cinco músicos al azar, del mismo nivel musical, solo es necesario que una persona de cierta notoriedad (o un crítico) diga que uno de ellos es mejor para que este empiece a destacar. La cosa funcionaría más o menos así: alguien muestra su inclinación personal por algo; como ese alguien es un especialista, otro se suma al elogio, y luego un tercero y un cuarto. Entonces,  quizás, un empresario contrata a la joven promesa para su teatro (pudiendo así poner las entradas más caras). Finalmente, un tipo acaba comprándolas en la reventa al doble del precio:

—No hay nadie como él, es la revelación del año —afirma mientras su mano desciende la espalda de la chica a la que trata de impresionar.

Pero ¿y los otros cuatro?

No pretendo hacer demagogia. Está claro que se puede distinguir entre lo bueno y lo malo. Lo que yo me pregunto es ¿qué hace que lo bueno sea «lo mejor»? ¿La opinión de los especialistas?
«Al estudiar música, y violín en particular, uno tiene metido en el cerebro que los concertistas de más éxito siempre han tocado
instrumentos italianos antiguos», dice el violinista estadounidense
Giora Schmidt. «Me sorprendió que escogí uno nuevo como el mejor”.

¿Qué pasa, entonces, si las opiniones están condicionadas como en el caso de Schmidt?
¿A quién le interesa que exista ese condicionamiento?

Otro dato del estudio, puede aportar luz en este sentido: Los investigadores no revelarán qué instrumentos modernos usaron, para evitar conflictos de interés. 

¿Cómo? ¿Nos vamos a quedar sin saber el nombre de los artesanos que han puesto patas arriba una creencia que parecía inquebrantable?

Pues sí, amigos. Las cosas deben seguir tal y como están, seguramente para proteger a los inversores que han apostado sus millones por los instrumentos antiguos (o por ese vino, o por ese cuadro…). El mercado necesita cosas que tengan valor, para poder especular y que gente con dinero gane más dinero.

Por eso creo que decir que tal película es la mejor del año, tal disco el mejor de la década o tal interpretación la del siglo, es absurdo. Son solo opiniones interesadas. El problema es que, con el tiempo —en una especie de efecto Stradivariusdichas opiniones acaban convirtiéndose en categorías. Aunque, como decía Keating, «¿Cómo se puede describir a la poesía como en el concurso de Miss América? Sí, me gusta Byron, le doy 42 puntos, pero le fallan las piernas”.

En cualquier caso, tal y como ha puesto de manifiesto el estudio, la realidad es mucho más compleja y rica que las categorías.
Al final, supongo que lo más interesante es no dejarse influenciar por lo que dice la opinión experta y generalizada, y experimentar las cosas por uno mismo, desnudo y a ciegas.
Quizás, entonces, descubramos que el vecino de abajo es capaz de construir violines que nada tienen que envidiar a un Stradivarius.

¿No les parece casi un milagro?

 

Artur R.

 

 

*La investigación se ha publicado esta semana en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences.

REPORTAJE DEL ESTUDIO:

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