Una familia japonesa
Era de noche, no muy tarde. Habíamos salido a tomar algo Ana, Amalia, Pepe y yo. Primero probamos en un bar, que parecía guay, pero luego resulto que las tapas no eran muy buenas: los mejillones al vapor estaban helados; las croquetas, recalentadas; la fritanga fukushimaba, la ensaladilla rusa era un pegote.
Así que decidimos cambiar de sitio.
Yo propuse La Singular, pero fuimos hasta allí y solo sirven platos; como ya habíamos comido algo, nos apetecía continuar con las tapas, así que seguimos buscando. Ana sugirió L’Anxoveta, un sitio en el que había estado hacía tiempo y que le gustó. Nos pareció bien. Además, había sitio, así que entramos. Nos sentaron al fondo, en una mesa alargada con altos taburetes, como de diseñador. Pedimos raciones de fideuá, huevos estrellados con chistorra y verdura en tempura; una botella de vino y una caña. Todo estaba delicioso.
Al poco, se sentó en la misma mesa una familia de japoneses (padre, madre y una niña muy mona). Estas cosas antes no pasaban, eso de que te sienten alguien al lado… Pero a mí me gusta; estamos todos en el mismo barco, ¿o no?
Los japoneses miraban atentamente lo que comíamos, e incluso copiaron algunos de los platos. En un momento dado la señora nos preguntó si la fideuá era una paella, o qué era eso. Tratamos de explicárselo, no obstante ante la dificultad del idioma, Ana decidió pasarles la fuente para que se sirvieran y la probaran. El hombre rehuyó la oferta, pero la mujer y la niña la probaron, con gran gusto.
En principio la cosa debía acabar ahí, pero no.
Al poco, el hombre, en agradecimiento, nos quiso invitar a una segunda botella de vino, pero le dijimos que no era necesario; además, casi habíamos acabado de comer. Eso sí, le dimos las gracias por el gesto, y seguimos con lo nuestro.
Al rato, la familia pagó su cuenta y, cuando ya se disponía a marcharse, el propietario del restaurante se acercó y nos dijo: «Han pagado la vuestra también, lo digo por si se lo queréis agradecer».
Nos quedamos mudos.
Intentamos pagar nosotros, pero ya era demasiado tarde. Le dijimos al hombre que no era necesario, que era demasiado, demasiado generoso. Pero él no bajó de burro.
Creo que fue eso lo que nos impresionó, la generosidad. No estamos muy acostumbrados, y menos en estos tiempos que corren.
«Para nosotros es normal dejar probar la comida», le dijimos.
«Para mí es normal corresponder», respondió él.
En fin, familia japonesa, sé que nunca leeréis esto, pero en cualquier caso, de parte de los cuatro:
どうもありがとうございました
Artur R.
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